viernes, 22 de noviembre de 2013

Alegato contra la horma estrecha

De tobillos a cabeza irradia elegancia. Incluso su pelo, cómplice, la acompaña en cada gesto facial.
Tobillos hacia abajo la cosa cambia, y mucho. Sus estilosos zapatos cuyo taco parece no tener fin no logra ocultar el sufrimiento de sus dedos.

El pobrecito ya no puede más. Probó apoyarse sobre su uña pero la evidente falta de calcio le hizo tambalear y cambiar rápidamente de posición. Tampoco el callo le hizo el favor así que volvió a acurrucarse, a hacerse bicho bolita en sí mismo.
Es obvio que ni ella se cree ese elogio barato que vuelve especial a quienes tienen el dedo medio del pie,  fuck you en la mano, más largo que el resto; algo parecido a lo que se dice de los zurdos para escribir. De creérselo, no descuidaría una excentricidad de esta forma, embutiéndolo cual arrollado encarcelado tras las tiras opresoras de unas sandalias.

Madurar o volverse mujer, dos conceptos distintos si se piensa detenidamente, pareciera significar cagarse en las patas, en los dedos más puntualmente. El escalón  a la madurez femenina es análogo al que se sube tras calzar unos buenos stilettos, unos ocho centímetros, como mínimo, alejados de la tierra, de la adolescencia y la mediocridad.
Mucho se habla de calzado y poco de cuidado. El dinero gastado en estética es siempre una inversión pero pocas veces contempla la salud del pie. Es que claro, ¿quién te mira los pies además del podólogo, ese sujeto que, al igual que al destista, no se consulta sino por una urgencia? Tu mamá, mejor amiga o novio cuando por puro amor se ofrece a cortarte las uñas. 
¿Cómo sería un mundo en el que los pies fuesen el centro de atención? Mis primeras conjeturas me dicen que no habría tanto atropello, que los dedos no se someterían al calvario de la posición fetal bajo ninguna circunstancia: ni evento glamoroso ni tacañería fiel a la oferta de los pares discontinuos.
La envidia a Cenicienta no es alegórica ni murió en el cuento. En sintonía con la perversión del talle único, los zapatos de alta gama, esos que se vuelven un must en el placard de las refinadas que distinguen a la legua un Louis Vuitton de un Luis Botón, son tan exclusivos en  diseño como en tamaño. 
Pocas son las princesas que logran encajar o, dicho de modo más siniestro pero no menos cierto, lo merecen.
Bajo esta perspectiva, los pies son como los padres. Se miman poco porque están siempre y porque es su deber sostenernos:
'¿Si no me vas a mantener para qué me tuviste!?, patalean los que peor adolescen.
La nobleza del pie es proporcional a su capacidad de adaptación a las hormas más estrechas y exigentes. Darwinista y real, sólo los empeines que se ajustan a las cláusulas de la moda del calzado pueden soñar con esporádicos privilegios: reflexología, palanganas de agua tibia, masajes, cremas y demás honores.
Los otros, los de contorno pretencioso, hibernan. Se mantienen encapsulados en la adolescencia de las Converse o borcegos que con un toque de gracia se incorporan al look. Los privilegios son nulos: con suerte y mala gana se los atiende con un poco de Eficient porque encima de no encajar, huelen mal.
Cada vez que mi hermano festeja los derroches de generosidad de mi mamá con halagos de niño consentido, mi hermana mayor siempre murmura : ' Vamos a ver quien se encarga de la vieja cuando deje de oler rico y se nos cague encima...'.
Vuelvo a la escena. La chica divina de tobillos a cabeza se sienta rodeada de payasos que probablemente aborrezca pero por ahora le nutren el ego. La cercanía  y la longitud del mantel me permiten seguir observando todo. 
Afuera, el clima anuncia una lluvia inminente y por estas calles cerca de Tribunales el piso es súper resbaladizo; sus tacos ya se atemorizan. Quizás los pies con sus diez soldados le tiendan una trampa.





miércoles, 20 de noviembre de 2013

La verdadera función de las fuentes


Eso de que la raza humana es la más importante además de la única que haya habitado el -'nuestro'- planeta son puras falacias. Y dejenme decir, poco inocentes. No se evita hablar del tema por miedo a lo sobrenatural ni por considerarse una pérdida de tiempo; se elude por soberbia. Si, somos tan egocéntricos que preferimos creer o incluso pretendemos demostrar que es imposible que otra especie de tanta relevancia como la humana haya precedido.
Inventamos cosas y les asignamos con tanta convicción una utilidad a cada una que si alguien intenta usar un lápiz para otra cosa que no sea escribir, nos alteramos. Ahora bien, si sucede y por su practicidad se masifica, se declara referente de una época, como las biromes que se usaban para rebobinar casettes. Pero por sobre todo, para dejar en claro que es inusual que respondiera a otra función además de la propia, la 'natural'.
Mi asombro se despierta más todavía con las cosas que no sirven para algo o que son meramente decorativas. Las columnas que no sostienen nada, por ejemplo, ¿para qué están ahí?, ¿quién dijo que son lindas? Lo mismo con las fuentes; las que tiran agua y las que no también. Pasé muchas tardes tomando jugos en citas con chicos que me gustaban cerca de la fuente de la plaza López mientras los perros se bañaban ahí, en ese agua verdosa y desagradable producto de lluvia y orina acumulada. De hecho, cada vez que iba con amigos nos fijábamos, primero, si había lugar cerca de la fuente antes de elegir cualquier otro banco. De a ratos la comparo con un altar y si me pongo la gorra y pienso como tal, creo que es un lugar súper estratégico para poner una cámara. Las fuentes son testigos de manejes y franeleos que más tienen de ilegales que de inocentes. Suficiente, me saco la gorra.
Cuando voy al cine del Alto, me divierte suponer que las mini salchichas blancas con una línea roja en la punta que cercan el estacionamiento son tampones de gigantes y siempre hago el mismo chiste de sentarme sobre ellas.
Hace dos noches atrás, me quedé mirando la luna llena desde la ventana de mi habitación, nunca antes mejor ubicada, e imaginaba que los tanques de agua de las terrazas eran las tacitas o shots de whisky de los gigantes. 'Es obvio', me convencía.

En todo momento, he notado, estoy resignificando la funcionalidad de las cosas que me rodean como si fuese un gigante, o como si ellos hubieran existido. A veces ni siquiera me lo planteo y directamente asumo que existieron. 'Eso es re de agrandada', me dijeron una vez. Puede ser. Es que la era de las gigantografías y los mega edificios es imposible hacer la vista gorda al bombardeo y, en cambio, divertido minimizar el supersize jugando a ser gigante y percibiendo la pequeñez de cada cosa. 
Debo decir, además, que en mi juego le encuentro más sentido a muchos objetos e instalaciones que nadie comprende pero por snobismo halagan como críticos de arte. En este sentido, es más que obvio: las fuentes son los bidets; pero por más agua que algunas se siguen echando, no todos lo ven tan claramente. Por eso es que suelen estar cercadas: son altares, lugares de reverencia, casi sagrados como el acto mismo  o, debiera decir, la parte del cuerpo divina que incluso los gigantes hubieron de venerar con un aseo.
En Estados Unidos hay fuentes pero no se usan bidets.¿Será que existieron gigantes y que los yankees tienen el culo sucio?.


sábado, 16 de noviembre de 2013

Las palabras y las cervicales

'Con la casa ordenada se piensa con más claridad', insisten las obse. 'Hacer la cama sería perjudicial para la salud', dicen ahora los científicos. Mis mejores resúmenes pre-examen, esos que colorearon la libreta universitaria que aún no tengo, se concibieron en madrugadas de encierro, café y aroma a Procenex en una cocina impecable y sin tazas desparramadas a la vista.
Los relatos que mejor hablan de mí cobran en lumbalgias, un valor muy alto pero que vale y se corresponde en cada uno de sus nudos y oraciones.
Nunca pude escribir en la cama, al menos nada que me convenciera. Ni siquiera en mis días 'buena onda'-como las mentiritas que perdona Brahma- cuando la liviandad se apodera del estrado y deja a un fan de Arjona en control de calidad. El colchón propicia el descanso y mi voluntad se desvanece al primer hipervínculo que en forma de pestañeo me arrastra al sueño.
A menos que la incomodidad surja desde adentro y sea la emoción quien guíe el trazo, siempre en cursiva cuando hay urgencia, la escritura comprometida que en su caligrafía revela furia envuelta en tachones y ansiedad en lineas que escamotean rectitud, no puede jamás nacer del confort.
Desde el sillón se invita al dolor a un café al paso y con suerte se plasma el sentimiento. Los novatos que aún exprimimos el empuje emocional y el cuadernito en la cartera para capturar ideas que tememos no regresen, nunca nos sentamos en el banco de suplentes sino que nos plantamos en el arco para atajar la gambeta goleadora que nos tire y atraviese.

No sé si quiero comprarme una silla de oficina para escribir más cómoda. 'La escritura engorda' dijo una compañera del taller literario; ' y te caga la espalda' le faltó decir.





martes, 12 de noviembre de 2013

La culpa es de las hormigas

Hace días que tengo hormigas en la cocina. Se abusan de mi pereza para lavar los platos antes de ir a dormir y en la madrugada vienen en patota a invadir la bacha.
No distinguen dulce de salado, irrumpen igual y cubren la mesada de tal manera que, de lejos y sin lentes, parece cubierta por un individual marrón. He llegado a pensar que la makumbera de mi mamá las manda a modo de castigo por no lavar la vajilla. Desde el último clásico viene congelando jugadores de newell's en el freezer así que no me extrañaría que me dedicara un gualicho de fines educativos.
Son tan astutas y perceptivas que apenas me arrimo huyen desesperadas en distintas direcciones, como para marearme. Si bien la mañana es mi momento más optimista del día, desayunarme semejante invasión dejó de causarme gracia por lo que renunciando al consejo patético de Conny Mendez de exigirle a los insectos respeto por mi espacio, directamente las rocío con alcohol y las prendo fuego. Al principio me dolía verlas agonizar pero como sucede con todo, la costumbre me quitó sensibilidad.
Son una plaga, de eso no hay duda; sin embargo tienen ciertas características que las distinguen del resto. Nadie pide desinfectar un bar por una invasión de hormigas, ni siquiera la muni en su actual seguidilla de clausuras mandaría una inspección por unas simpáticas coloradas.
A diferencia de las cucarachas, ellas no ensucian, sólo resaltan tu suciedad. Si aparecen es porque dejaste mermeladas abiertas o cucharas endulzadas a su alcance y las pobrecitas no resisten su adicción a lo dulce.
Cuando se está al sol en algún parque o banco de plaza, el campamento se planta lejos del hormiguero, por rechazo o respeto, quién sabe, pero siempre lejos.
Mi primer jardín de infantes fue 'La hormiguita viajera' y no 'la cucaracha' y dudo que alguna madre mandara a su hijo a alguna institución que la tuviera como personaje de atractivo infantil. Porque las cucarachas son repugnantes, se mueven rápido, pueden volar cuando les conviene y no se dedican al trabajo sino a reproducirse.
Las hormigas, en cambio, se llevan los halagos de quien las mire trabajar, no importa dónde ni qué estén cargando, su incesante labor puede suscitar reclamos y cargadas de los workaholics y trabajadores resentidos hacia los vagos, a los parásitos, a todos esos que, lejos de parecérseles, son mantenidos o se dedican a tener críos para cobrar planes.
Nunca se las ve reproduciéndose y pocas veces comiendo o durmiendo con lo que incluso las teorías marxistas son pisoteadas por las pequeñas alienadas. No se sienten libres en sus funciones vitales sino priorizando el mantenimiento de la colonia, su construcción y la recolección de comida.
Lo que es aún más loable es que tampoco se distraen si una reina o una colorada culona les pasa por al lado mientras trabajan y es impensable que se detengan a gritarle un piropo o guarangada.
El trabajo dignifica y si viene acompañado de sacrificio, el reconocimiento es aún mayor. En la era del capítal, la productividad es mandamiento y parecerse a las hormigas, un elogio.
Por culpa de ellas, los desempleados y los que prefieren trabajar menos para vivir más somos tildados de parásitos o inútiles.

No  es revolucionario quien quema volquetes o dibuja una 'A' dentro de un círculo (el arroba de los informáticos se rió de los anarquistas) sino quien ataca el problema de raíz, bien desde abajo, donde viven las hormigas: la verdadera revolución se emprende aplastando hormigueros.


viernes, 1 de noviembre de 2013

La mirada desde la vereda: el espectador que incomoda

Este año en una de las Xperiencias de TEDx nos regalaron un boucher de 3 días para entrenar en Megathlon, la ciudad-gimnasio. 'Buenísimo', pensamos mis kilos de más y yo.
Se vencían el treinta de Octubre así que, fiel a impuntualidad, el veintiocho me presenté en recepción con mis horribles zapas de correr y remera vieja chivable. Me hicieron completar unos formularios con preguntas poco relevantes del tipo 'Cómo se enteró de Megathlon', que respondí con un 'es bastante grande como para no verlo', entre otros datos personales.
Cual gordita llena de esperanza pasé el molinete y luego de escanear rápidamente el lugar imaginé la Moli de la foto del después, saliendo triunfante con un culo que de tan parado y tonificado se trabaría en la salida.
No daba para pedir ayuda apenas entraba ni que se notara lo nuevísima que era en esa pasarela de cuadriceps aceitados y transpiración givenchy así que encaré directo para la cinta, mi aparato favorito. ' No puede ser muy distinta de las de los gyms normales', pensé y me alivié al ver el quick start gentilmente ubicado en el centro de la base de controles.
En Megathlon, todas las máquinas para chivar apuntan hacia la esquina de Mitre y Tucumán formando un semicírculo y en ese mismo rincón se dan 'talleres' de abdominales y ejercicios en serie dictados por algún entrenador del lugar.
La fachada está completamente vidridada y se ve con la misma definición desde adentro como de afuera, lo que intimida de igual manera a los timidos que pasan caminando por la vereda y se sienten observados por los musculosos como a las mujeres que sudan y son radiografiadas por los babosos que pasan caminando a un misisipi por hora. Por suerte, este gran semicirculo está coronado por una hilera de lcds en distintos canales, para cuando uno se cansa de mirar a la vereda o a la plaza comunista con sus yonkies de turno.
Caminé rápido unos cinco minutos y después llevé la velocidad a 8,5 para empezar a trotar. Automáticamente, todo lo que me colgaba me empezó a molestar: las tetas, el flequillo, la colita del pelo, los rollos, todo. Me até la colita más tirante de todos mis años de ballet, me mandé el flequillo con un moñito rosa al costado -aún sabiendo lo horrible que me queda- y me acomodé las tetas subiéndome el top deportivo. Cuando corro, todo me chupa un huevo y soy todo lo anti-sexy que una mujer puede ser porque lo único que me importa es respirar sin que un vaso sanguíneo me apuñale y que ningún mechón de pelo se me pegotee en la cara. A falta de toallita para secarme el sudor, tuve que llevar un repasador que di vuelta y le pedí que, por ese día, hiciera de toalla y procurara mostrar el lado blanco en caso de caerse. La única toalla mediana o pequeña que tenía en casa era la del bidet así que la descarté como opción al instante, preferí compartir la tela con vajilla que con, en fin.
Ubiqué rápidamente el 'emergency stop' para alejarme de él y evitar otro show como el que di una vez en un gym de barrio cuando sin querer lo apreté y casi me estampo con el espejo frente a la máquina. Ese día supe que las cintas responden rápidamente al botón de emergencia y yo que venía enchufadísima a la matrix maratón con algún techno en mis auriculares, casi reproduzco la escena de los dibujitos en que algún personaje se ceba en la bici fija y sale andando.
Eran cerca de las cuatro y éramos pocos, por suerte.Completé mis veinticinco minutos permitidos y me mudé al elíptico, uno de los aparatos más flasheros de todo gimnasio. Es como una cinta pero sin impacto que mezcla los pasos de Armstrong en su alunizaje con los de Michael Jackson si se mira de lejos y se hace el esfuerzo de suprimir la máquina.
Estuve otros veinte minutos ahí hasta que la adherencia de mi remera a la piel, mi cara entre roja y violeta y la mirada de las flaquitas que no sudan porque no tienen que más quemar me intimidaba y me mudé al sector fierro.
Bajé del elíptico y me esforcé en disimular el efecto piernas robotizadas que te deja ese ejercicio hasta localizar algún instructor que, ahora si, me guiara en el sector de los chicos pesados. No hizo falta ni preguntar, al minuto tenía un muchacho a mi disposición que con actitud extremademente servicial de empresa yankee se ofreció a ayudarme.
-'Quiero hacer algo de piernas pero te pregunto por las dudas porque estas máquinas son raras y no la quiero cagar', le dije sin vueltas, como si con la transpiración, además de sales, hubiera perdido mi poca timidez. Él se sonrió y me indicó cómo usarla con tanta cordialidad que sospeché que algún encargado estuviera merodeando por ahí chequeando la atención de estos pibes.
-'Buenísimo, gracias', le respondí para que se alejara y me dejara hacer mis caras de sufrimiento en soledad.
Recorrí otras super máquinas más y mientras hacía mis últimas series en la prensa, advertí la llegada de una dupla que se robó la atención de todo el gym. Era un rubio fortachón que vestía unas calzas cortas negras y una mini versión suya siguiéndolo por detrás en shortcitos; por el parecido intuí que eran padre e hijo. Entraron y saludaron a los musculosos del sector heavy, donde están los chicos XXL que levantan bocha de peso, gritan raro al hacerlo y sudan poco pero con olor a anabólico. El pibito era la sombra de su padre, lo seguía e imitaba en cada gesto. Desfilaron hacia el semicirculo en el que yo había abandonado unas trescientas calorías, según las máquinas me informaron, donde los esperaba un entrenador personal alto y con cara de jodido.
'Ni loca me pierdo esto', pensé y de inmediato pero con disimulo, encaré para allá. Decidí agregar unos minutos de bici a mi rutina para poder ver el show y me aseguré de elegir la mejor ubicación.
Los ejercicios parecían tomados de una rutina de entrenamiento militar pero con un poquito menos de exigencia y variaban entre salto de soga, abdominales con piques de pelota contra la pared y trompadas al aire, todo muy intenso y en serie; yo sufría de sólo verlos.
En cada prueba, padre e hijo competían y se burlaban de la flojera del otro entre risas que encandilaban el lugar por el brillo de sus perfectas dentaduras publicitarias. Mi atención se repartía entre ellos y un capítulo viejísimo de CSI desde uno de los teles para hacerme la desinteresada; aunque de a ratos, los tropiezos del pequeño y la risa del padre me encontraban sonriendo por lo bajo y me mandaba al frente sola.
Era la escena perfecta de un dia de training burgués de un padre y su hijo en un lujoso lugar donde todos ríen para mostrar la blancura de sus dientes y el aliento fresco de chicle caro hasta que la oscuridad asaltó el espectáculo.
Unos chicos de la calle que caminaban por Mitre se detuvieron al verlos y lejos de disimular su curiosidad, se sentaron cómodamente sobre el tapialcito de la fachada del gimnasio como quien se acomoda para ver una función. Se ubicaron bien en frente de ellos hasta desconcentrarlos por completo y contagiar la tensión al resto de los presentes que mirábamos de reojo haciéndonos los boludos.
El entrenador los movió un poco de escena cambiando el ejercicio pero ellos seguían ahí, con sus risas burlonas que si bien no se oían, tensionaban el ambiente.
En los aparatos para chivar éramos pocos, una chica de unos treinti, un señor más grande y yo. Ellos se dejaron hipnotizar por los teles y yo parecía la única incómoda por lo que estaba pasando. En momentos como esos uno no sabe si mostrarse amigable o sorete así que intenté ambos. De a ratos los miraba y me reía como uniéndome a su juego pero me ahuyentaban con besos y caras pajeras por lo que desviaba mi vista, resignada.
La escena duró unos cinco minutos pero la tensión que generaron hizo que pareciera eterna. Son muchos los que pasan y se quedan mirando y no sorprende que suceda porque el mismo vidrio parece querer provocarlo, sin embargo puede resultar incomodísimo según quien sea el espectador.
Yo que estaba ahí gracias a un boucher sentí la necesidad de demostrar de alguna manera que mi presencia era circunstancial y me sentí una idiota por pensarlo, como quien es sorprendido en la escena de un crimen e intenta explicar que nada tiene que ver con ello.
Esto me dejó pensando y me di cuenta, también, de que había elegido cintas, bicis y todas máquinas alejadas de la vidriera-escenario no por vergüenza sino para que nadie me viera en Megathlon, el gimnasio más careta de la ciudad. Como si estar en este lugar me jugara en contra o me humillara de alguna manera.
Cuando pasan cosas así nos damos cuenta de que el 'nos chupa un huevo lo que piensen' es ilusorio y que en cierta forma estamos permanentemente cuidando lo que los otros ven de nosotros mismos. Recordé, de pronto, miles de situaciones donde me encontré en total desintonía con el entorno y de alguna manera mostré mi no pertenencia, casi repudio al lugar con pequeños gestos como una visible cara orto o brazos cruzados.
Vivimos criticando y descubriendo a los otros en distintas escenas de crímenes que también nosotros cometemos. Señalamos con tanta dureza a quienes cambian de opinión que a veces nos tienta más seguir siendo un sorete que cambiar para mejor.
Los índices acusadores nunca van a descansar hasta que los nuestros bajen la guardia y quizá, ni cuando eso suceda. Cualquier cosa que hagamos o dejemos de hacer pasa por una lupa hipócrita que no reconoce a quien la sostiene sino que persigue principalmente a quienes más pegada al cuerpo tienen la remera.
No recuerdo exactamente quién pero un filósofo que leímos en la facu decía que las ideologías y los ismos en general acentúan el sufrimiento. Creo que encontré una escena donde esto se ve bien clarito.

Tal vez por eso le huyo a los grupos cerrados y me divierto deambulando entre minorías.